¿Y si se nos van los viejos?

Texto y foto: María Álvarez Malvido

Hace unos meses aprendí que los niños y los viejos se entienden tan bien por la cercanía que comparten con la vida y con la muerte. Me lo dijo un abuelo del pueblo Blackfoot, con la voz de quien guarda el conocimiento que escuchó de sus abuelas y abuelos. Una voz que cuenta los relatos que sólo se comparten cuando los largos inviernos cubren de blanco la pradera del norte del continente, y las familias se reúnen junto al fuego para recordar el origen de la vida y la relación con el entorno que permite la permanencia de la vida.

Sólo así, desde las voces que viajan con la escucha, resuenan hoy los tambores y la lengua que recuerda al pueblo de dónde vino y cómo los castores les enseñaron los cantos con los que se agradece a la Madre Tierra para mantener aquella reciprocidad que también es equilibro. Y así, la memoria que habita la voz de las abuelas y los abuelos, se mantiene viva en el presente desde cada territorio, resistiendo a otra historia que se nos repite una y otra vez desde quién sabe qué voz y para comprar quién sabe qué.

Hace unos meses, un compañero del Rincón zapoteco me contó cómo su abuelo le enseñó a mirar el universo reflejado en un balde de agua, cuando la noche es clara y tapizada de estrellas. Hace unos días aprendí el mejor remedio para el dolor de tripa, cuando pregunté por el nombre de una planta a una señora en un mercado de Oaxaca; recuerdo su sonrisa arrugada y me pregunto por cuántas voces ha viajado ese té de árnica blanca para acompañarnos hoy y sanar nuestros achaques. Y pienso en cómo es que recuerdo conversaciones entre personajes de los cincuentas que mi mamá relata como anécdotas de ayer porque así los recordaba mi tío abuelo, el bailarín. O los sonidos de la guerra civil española, que puedo imaginar porque así sonó la infancia en el pueblo de mi abuelo y así sonaban los aviones que imitaba con la boca cada vez que lo recordaba en voz alta. O cómo es que reconozco el sabor de la receta de tortilla que mi abuela aprendió de su mamá, y cómo las canciones de los Panchos que suenan a mi abuela reviven memorias de tertulias y bailongos en los que nunca estuve.

Es entre aquellas oportunidades de escuchar a una abuela o a un abuelo, o escuchar con fascinación lo que alguien más escuchó en memoria de ellas y ellos, que me pregunto por qué escucho tan poco a mi abuela, y por qué no hice tantas otras preguntas a Mane, a Papú y al abuelo Miguel.  Me pregunto cuándo fue que dejamos de escuchar la memoria de los viejos y olvidamos que son nuestro más cercano encuentro con nuestro pasado y nuestra oportunidad para escuchar las memorias que sólo ellos aprendieron de sus abuelos.

Y es que siempre decimos como adultos que los niños son el futuro de este mundo, pero poco reconocemos hoy que los abuelos son el pasado al cual podemos volver desde la escucha para encontrar y reencontrar de dónde somos, y mirar hacia dónde vamos. Y así encuentro hoy, entre conversaciones incesantes y medios de comunicación, un alivio casi discreto que se asoma entre cifras al reconocer que el virus que recorre el mundo es una amenaza para los viejos. Así como si fuera más fácil perder a quienes creemos que está más pa’ allá que pa’ acá. En estos tiempos que aún no entiendo, pienso que quizá sea momento de preguntarnos ¿qué pasará si se nos van los viejos? ¿Quién nos podrá contar de dónde venimos y hacia dónde caminamos? ¿Y si encontramos en esta crisis una oportunidad pandémica para volver a escucharles?


23 de marzo 2020

Deja un comentario