Texto: María Álvarez Malvido
Desde el siglo pasado, el espectro radioeléctrico se ha convertido en una carretera invisible donde transitan ondas cargadas de conocimiento, de relatos, cantos, cuentos, música y voces tan diversas como la humanidad: caminos donde la oralidad se articula con la tecnología para emprender un viaje hacia los oídos con disposición a escuchar. Desde entonces también, las antenas que reciben las ondas radiofónicas se han ganado un lugar especial en el espacio público y doméstico, donde radios de diferentes tamaños y formas se vuelven parte del paisaje sonoro de nuestra cotidianidad.
Inmersa en una nueva cultura visual, la radio ha permanecido en el escenario mediático como el medio electrónico con mayor alcance en el mundo y ha demostrado el poder de un medio de comunicación sonoro, sencillo y accesible que no requiere de mucho más que la atención del radioescucha. Su relación con distintos contextos socioculturales ha tomado diferentes caminos alrededor del mundo, convertido en herramienta política y comercial con el poder de incidir en la vida social y la opinión pública. Es un recurso tecnológico cuyo alcance puede convertirse en el micrófono de la insistente publicidad comercial o en un instrumento de campaña para los partidos políticos; también en un aliado para las grandes firmas musicales y la divulgación de las “verdades históricas” del Estado. Es igualmente un espacio donde la creatividad ha dado vida en radionovelas a afortunados personajes que sólo adquieren un cuerpo hasta llegar a la imaginación del radioescucha. Pero también hay otra radio, y es la que es está en manos de comunidades, de pueblos indígenas y de organizaciones civiles.
El alcance de esta otra radio se convierte en un espacio para la diversidad lingüística, para la opinión y la denuncia, para la música que no se encuentra en los éxitos del momento; un medio donde las noticias parten de contextos locales y la información no es sinónimo de mercancía, sino de identidad, de tequio creativo, de comunidad y participación ciudadana. Esa radio donde se ejerce el derecho a la libertad de expresión y al acceso de información.
La radio también se ha adaptado a nuevas formas de comunidad, donde las fronteras se desdibujan ante la identidad que viaja en la memoria y el corazón de quienes dejan su lugar de origen y encuentran mecanismos para vivir en comunidad desde otros espacios. Ahora que las transmisiones pueden compartirse en Internet -un espacio que no conoce límite de Watts- la voz alcanza a aquellos radioescuchas que se encuentran lejos, más allá de la cobertura en Frecuencia Modulada. La Radio Comunitaria Ayuujk Jënpoj de Santa María Tlahuitoltepec, por ejemplo, transmite en FM y a través de su página de Internet. Las narraciones en vivo de partidos de basquetbol, fiestas patronales o conciertos de las bandas filarmónicas locales (transmitidas en ayuujk y en español) aumentan el número de radioescuchas que sintonizan por Internet y con ellos los mensajes en las redes sociales desde Los Ángeles, Nueva York, Nueva Jersey, Washington, Wisconsin, Pensilvania, Mexicali, Guanajuato, Ciudad de México y cualquier lugar donde se sintonice con acceso al ciberespacio. En palabras de Rubén, conductor de Jënpoj, “que nos escuchen a través de Internet los paisanos que están allá, significa ese sentido de apropiación que fortalece la identidad y sobre todo la lengua, como motor principal de la vida y de la misma radio”.
Cada vez son más las voces que se suman a una comunicación comunitaria, libre y autogestiva, se suman también las lenguas indígenas que hacen de una cabina de radio el medio para su voz e identidad y los colectivos encuentran en la radio la posibilidad de crear un medio democrático y horizontal. Sin embargo, en un país “democrático” que se reconoce como pluricultural desde 1992, comunicar desde la diversidad y la ciudadanía representa un riesgo y un reto legal que puede parecer imposible. Persisten las amenazas hacia los comunicadores indígenas y comunitarios, los hostigamientos y decomisos por parte del Estado representan un riesgo constante para las emisoras y se continúan las campañas que las criminalizan como aquella publicada este año por el IFT que busca a las emisoras sin concesión “por robo”.
En 2014 se logró el reconocimiento de las radios comunitarias e indígenas en las categorías establecidas por la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión, un avance en el términos de reconocimiento que se contradice con la reciente decisión de la Suprema Corte al avalar el artículo 89 de dicha Ley, donde se prohíbe a los medios comunitarios la venta de publicidad a personas distintas de entes públicos porque son emisoras “sin fines de lucro”.
Parece que la Suprema Corte no escucha a los organismos sociales que alegan estos límites como discriminatorios, innecesarios, desproporcionados y alejados de los estándares internacionales que protegen la libertad de expresión y el derecho a la información en democracia. Como lo dictan los Estándares de Libertad de Expresión para una Radiodifusión Libre e Incluyente de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos: “la regulación debería permitirle a estos medios de comunicación diferentes fuentes de financiamiento; entre ellas la posibilidad de recibir publicidad en tanto existan otras garantías que impidan el ejercicio de competencia desleal con otras radios y siempre que no interfiera en su finalidad social”.
Es momento de que el Estado reconozca la importancia de la pluralidad mediática en un país supuestamente democrático y es momento de que responda a la urgencia de facilitar la presencia de las lenguas indígenas en las ondas radiofónicas que acompañan al viento. También es tiempo de que la Suprema Corte reconozca la diferencia entre el lucro y la sostenibilidad, de que se acerque a la realidad de los medios comunitarios indígenas para entender los retos a los que se enfrentan con el fin de construir, de la mano de la tecnología, una comunicación democrática desde el trabajo comunitario y la resistencia cotidiana.